viernes, 10 de mayo de 2013

Plaza de toros de Las Ventas. Primera de la Feria de San Isidro. Tres cuartos de entrada. Toros de José Luis Pereda, bien presentados pero mansos. El sexto, complicado. Diego Urdiales, silencio tras aviso y silencio tras aviso; Leandro, silencio tras aviso y silencio y Morenito de Aranda, silencio y silencio.





Recomencemos. Érase otra vez… una corrida cinqueña de encasteNúñez, hierro de José Luis Pereda, de buenas hechuras, muy definida en manso, con dos toros de embestidas rentables y tres toreros a la espera de su toro. Mal asunto. Tuvo el lote tipos buenos, casi todos enseñando las palas por delante, con plaza por tener buen perfil, excepto el segundo, que abrió un poco la cara y por delante enseñaba las puntas, el más ofensivo. Este, de marcada querencia, se dejó bastante y el chorreado en verdugo, de palas y pitones blancos, también dejó estar, los dos de Leandro. Uno a uno puro plomo. Corrida de fuerza escondida pues jamás se empleó y a la espada llegaron enteros. Nada tiene que ver la fuerza con la falta de celo o de raza. De bravura. Ese comportamiento esperado del toro de 'núñez', abanto de salida, ese huir del capote para irse calentando poco a poco, jamás sucedió. Si así hubiera sido, el cuento de esta corrida comenzaría por 'érase una vez'. Pero fue 'otra'. No 'una'. Tan así fue la tarde, que hubo un murmullo a la salida del sexto, salpicado, hondo cuajado, muy lleno, serio y bello, que se movió con cierto celo en el capote, movido también, de Morenito de Aranda, y creó la ilusión que no era cierta. Se fue al relance y, desde muy lejos, galopó hacia el caballo de Héctor Piña, que lanzó el palo, picó superior, siendo derribado. Pura gaseosa, porque el toro, que dejó verse a Luis Carlos Aranda en dos pares de banderillas buenos que el espejismo ovacionó como superiores, echó el freno de mano, se agarró al piso por el pitón derecho, y por el izquierdo se movió poco, a veces reponiendo o revolviéndose en la muleta de Morenito.  Ese toro se enlotó con su antítesis, un colorado chico, que se tapó por la cara, pero nada ofensivo, pues por delante siempre se veían las palas, no las puntas. Fue toro acobardado, de primer pase en el terreno de querencia, tratando el torero de ponerse bonito en los embroques y cuidándose de no ser arrollado cuando el toro pasaba para huir. Porque la corrida nunca tuvo malas ideas, solo que, a veces, camino de su querencia o en medio de la huida, arrollaban. Lo hizo el primero de Urdiales, que, además, echó la cara arriba en viaje corto, mucho más por el lado izquierdo. El cuarto hondo, cuajado, fue el más mulo. Rajado, huido y acobardado. Dentro del túnel en el que nos metió la corrida, hubo atisbos de luz. Apenas luz de vela de iglesia, pero algo. Para transitar mejor. El segundo toro, que marcó querencia hacia los terrenos de adentro de los tendidos 4 y 5, se tragó de forma clara los pases al acertar Leandro en citarlo siempre paralelo a tablas, no en perpendicular, porque sin duda, el muletazo hacia afuera habría sido de ay. Fue faena de embroque, a la espera de la inercia del toro, con ambas manos, detallista a veces. Con un par de achuchones al irse el toro por no querer pelea. Pero más allá no hubo. Tampoco en el chorreado quinto, que le regaló tres o cuatro embestidas en los adentros en una tanda con la derecha para luego ponerse espesa y poco digestible una faena tropezada en la muleta y a menos. No quiso agredir el toro. Ni el torero. La espada no es lo fuerte de los tres, por eso la corrida se pasó defectuosamente por las armas. Pero no hay que desesperar. Tardes quedan por delante para contar cuentos que comiencen por 'érase una vez' y nos sitúen en ese lugar en donde el toro bravo coincida con el torero a modo, que no haya viento, que el público haya salido contento del trabajo, que la de al lado no tenga una nariz extraña pegada a una cara extraña, que el de enfrente no me tire el gin tonic, que la del bar del patio de arrastre no se suba el vestido ni por abajo ni por arriba. Eso, sinceramente, sería una hecatombe





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